La pintora de besos

Un cuento romántico; un romance que es un cuento



Iba retrasada. Y la arena seca y mullida no la estaba ayudando a burlar al reloj. Cada paso equivalía a dos, dado el tiempo que le llevaba recuperar su pie de las profundidades del polvo ardiente que pretendía engullirla, como si fuera parte del plan que ya había empezado a germinar en las entrañas de la Tierra.

El viento primaveral le daba en contra y el sol ya empezaba a broncear sus brazos y a tornar rozagantes sus mejillas pecosas. Sus rulos naranjas se habían descontrolado y azotaban sus glúteos como fustas que intentan apresurar el galope del caballo. Tenía que llegar en diez minutos, actuar más rápido que de costumbre y retirarse con sigilo por el área boscosa que besaba el último tramo de la playa.

Iba cada viernes un rato antes del mediodía y se los pintaba. Se los pintaba de rosado, de salmón, de fucsia y de dorado. Se los pintaba en las paredes roídas por el salitre, en el mostrador de la barra y también en el piso.



Le pintaba los besos porque no se los podía dar. Había encontrado en este guiño artístico una vía para que la imposibilidad de tenerlo en su vida no le doliera tanto. Cada vez que con el pincel dibujaba las curvas sinuosas y sensuales de los labios listos para regalarle un beso, su espíritu le robaba a esta vida un poquito de la paz con la que ella no terminaba de resonar cada vez que pensaba en todo lo que juntos podrían hacer.

Así de poderosos son los actos simbólicos.

Lo conoció en su consultorio. La primera vez él le recetó unas pastillas para la migraña y la auscultó sin que se quitara su camisa de cuadros. Su mirada seria la preocupó.

—¿Pasa algo, doctor?

—Tu perfume… ¿De qué es?

—De karité y almendras.

—¿Qué es el karité?

—Una fruta de África con un aroma…

—Cautivante —completó la frase con la mirada clavada en sus ojos.



Y en ellos la sostuvo el tiempo suficiente como para notar que sus ojos verdes tenían unos lunares en los que uno podría perder la noción del tiempo mientras los contemplaba. Y también el tiempo suficiente para que a ella se le acelerara el corazón tanto como para que él lo notara y tuviera la excusa más oportuna para posar en el inicio de su seno el estetoscopio, al cual convirtió en la extensión de sus manos, y el tiempo se detuvo para ambos.


Así de poderosos son los actos simbólicos.

Su pelo de trigo se le quedó impregnado en la retina y sus ojos color café la persiguieron cuando...


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